Para no sentir, para no
sentir vergüenza, simplemente por eso y sólo eso. Para no sentir
vergüenza ajena ni propia hacia el ser humano. Por eso no miramos,
porque ojos que no ven, corazón que no siente, y sabemos que vamos a
sentir, pero no queremos sentir.
Echando la mirada hacia
otro lado como si de esa manera, por arte de magia, la miseria
desapareciera. Por echar la mirada a otro lado, la dejadez favorece
que la crueldad florezca a nuestro alrededor.
Y son tan abundantes las
consecuencias de la impudicia humana, que era inevitable que algún
día nos llegase hasta la puerta de casa. Miremos a donde miremos no
se puede esquivar, porque está en todas partes, aunque hagamos como
que no la vemos. Siempre la hemos visto, de lejos, en los periódicos,
en la televisión, en internet... Pero de lejos, al otro lado del
mundo, no en la puerta de casa. Vista de cerca impresiona mucho más
¿verdad?
Ahora, de repente,
parece algo nuevo, pero en realidad es algo tan antiguo, quizá, como
el ser humano. Eso a lo que le damos la espalda cada día.
Dentro de casa también
hay rastros de miseria. Le damos la espalda al pasar por el cajero
automático y por la puerta del supermercado, exactamente igual que
cuando cambiamos de canal. Y, aunque tengamos cada día una ración
de realidad con la que poder hacer un pequeño ejercicio de
reflexión, no se convierte en conciencia social, conciencia
política, o como demonios la queramos llamar. En el fondo, todos
sabemos que es, sencillamente, sentido común, porque eso es lo que
es.
La guerra, el hambre y
demás calamidades están presente cada día, a todas horas, en
cualquier parte del mundo, pero la gente no reacciona hasta que no
recibe una patada en la boca.
Ahora todo el mundo se
indigna echando la culpa a otros. Ahora. Como si de verdad importara
lo más mínimo, se escurre el bulto señalando con el dedo.
Señalando a otros. Pero sabemos bien que todos nosotros somos esos
otros, y eso, no nos gusta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario